Los sistemas agrícolas a nivel mundial se han
caracterizado por el manejo intensivo de la tierra,
deteriorando la calidad del suelo (Jaurixje et al.
2013). Los suelos y la vegetación mantienen
relaciones recíprocas, un suelo fértil favorece el
crecimiento de las plantas al proporcionarles
nutrimentos. Por su parte, la vegetación previene la
degradación y desertificación de los suelos al
estabilizarlos, mantiene el ciclo del agua y de los
nutrimentos, y reduce la erosión hídrica y eólica. A
medida que aumenta la demanda de vegetación,
por el crecimiento económico y los cambios
demográficos, los suelos se ven sometidos a una
enorme presión y aumentan las posibilidades de
que se degraden (FAO, 2015)